viernes, 25 de julio de 2008

Justos por pecadores


Así se titula la novela del colombiano Fernando Quiroz, finalista del Premio Planeta-Casamérica 2008, que se presenta este sábado 26 en la Feria Internacional del Libro, en el Jockey Plaza. Justos por pecadores narra la historia de Vicente, un sectario que debe enfrentarse a sí mismo para poder escapar de la organización que le ha secuestrado la mente, el cuerpo y el espíritu. Más de diez años al interior de una agrupación que le ha castrado la voluntad, que lo ha envenenado con sentimientos de culpa y represiones mostrencas, supone librar una batalla interior tan dramática como la que protagonizó Jacob en el Génesis peleando cuerpo a cuerpo contra Yahveh, su dios. Algo he leído sobre sectas y sectarios. Y lo que cuenta Quiroz ratifica en la ficción lo que se vive dentro de esas comunidades herméticas y sibilinas, donde se lavan cerebros, se enyesan pensamientos y se explotan voluntades. Donde se practican técnicas de despersonalización para caminar hacia la nada. Donde se fabrican esclavos que sonríen y llevan una cruz en el pecho. Donde se ven caras honorables que no dejan otear sus interioridades dudosas, crípticas, angustiadas. Donde le regalan a uno cilicios y órdenes absurdas que supuestamente lo acercarán al cielo y a la santidad, pero que no hacen sino robarle la libertad. La diferencia entre Justos por pecadores y los libros que he leído es que Fernando Quiroz se despoja de academicismos para literaturizar los traumas que suscitan el fanatismo y la consecuente desprogramación. Y, de repente, no lo sé, también literaturiza para exorcizarse a sí mismo, para purgarse, para alertar al mundo de este fenómeno que crece a vista y paciencia del resto, engendrando robots fundamentalistas que a su locura le llaman “religión”. En la lucha de Jacob contra dios, venció Jacob. Y por eso Yahveh le cambió de nombre y le puso Israel. Algo similar ocurre en la novela que comentamos. Vicente pelea fuertemente contra dios y contra sus correligionarios, y, con mucho esfuerzo, parece triunfar. Los enfrentó cara a cara, y no murió en el intento. Quizás por ello, como lector atisbé que Vicente dejó de ser Vicente para, de pronto, llamarse, otra vez, Fernando. Y, de paso, con sabor a denuncia de papel, desnuda a una cofradía de adoradores del luto, que visten de negro, que adornan sus cuellos con un clergyman que asemeja a un pequeño televisor, un televisor en el que sólo se propalan películas de terror.

Por: Pedro Salinas

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