lunes, 17 de mayo de 2010

LA MORAL UTILITARIA Y SU APORTE A LA DICHA GENERAL


En algún momento pensé (sin ser del todo consciente de mi enseñanza cristiana) que renunciando a mi mismo podía otorgar a otro la posibilidad o el derecho de un placer; inferencia que de por sí entraña la remoción del egocentrismo (que cada vez más se afianza al interior nuestro, engarzándose de ímpetus e intereses baladíes) y cede el inicio de una particular redención de la que, a mi particular entender, tarde o temprano se necesita para mejorar nuestras relaciones interpersonales. Dar a otro lo que quisieras para ti, conmueve al prójimo y a todos los seres humanos, porque te sacrificas por nada, porque es algo que te hace ganar subjetivamente, y no desde el plano material y contable. Eso, precisamente, te vuelve para lo espiritual del quehacer y respondes por el bienestar de la comunidad.

Ahora, que te sea reconocido tal accionar es un albur dentro de la lógica y moral utilitaria. Se reconoce ésta no tanto con lo reseñado por el viejo Protágoras, Epicuro, Helvecio y Bentham, respectivamente, representantes conspicuos de la teoría utilitaria clásica, quienes coinciden en que el hombre y todo ser sensible, no puede y no debe querer otra cosa más que su interés personal, sino por lo aportado con posterioridad, de forma muy original, por Stuart Mill.
Aunque es cierto que Bentham aporta al utilitarismo algo gravitante cuando toma por fin y por criterio de la moral la dicha universal, más radical es el cambio de esta concepción filosófica cuando Stuart Mill niega de manera parcial la frase impresa por el utilitarismo: “seguid vuestro interés”, y adiciona a su sistema: “Que no se trata de la mayor dicha del agente sino de la mayor suma de dicha general”. En ese sentido refiere que el egoísmo, es decir, la persecución de la dicha personal, es el mayor obstáculo a esa misma dicha.

Pero desde entonces hasta este punto no había reparado en que la búsqueda del placer resulta apropiada y hasta congruente con el humanismo (doctrina que llena las canteras de nuestras universidades, situando al ser humano en el centro de las cosas, defendiéndolo, y desarrolla toda una tendencia por el conocimiento) el derecho y la ciencia política. Pues a este tiempo todavía es un postulado creer que a la renuncia de autosatisfacerse le es inherente el cumplimiento de la ley.

Antes, seguro, tal idea – la persecución de la conveniencia personal - la habría relacionado con el Hedonismo, corriente filosófica según la cual la meta de la vida debería ser conseguir el máximo placer sensual. Concepción bastante sugerente pero un poco sesgada al egocentrismo inicuo, con el cual ya innumerables pensadores han lidiado desde el principio de nuestra civilización.

Seguidores de la escuela cirenaica, con su fundador Aristipo, creyeron que el mayor bien es el deseo y el mayor mal el dolor, de manera que todos debíamos de asegurarnos de evitar el mayor dolor posible. Otros como Epicuro enseñaron que el placer no solamente es venéreo o lúbrico sino que alcanza a todas las cosas en general. Pues hay placer por la ingestión de comida, la visualización de la naturaleza, la contemplación del arte, hasta por el estudio y el trabajo mismo. Yendo más lejos en la línea del tiempo, la concepción oriental esotérica del placer a través de la práctica del tantra o tantrismo es consistente en que en vez de enseñar que a fin de alcanzar la realización espiritual es necesario apartarse de los estímulos que activan el deseo, enseña a utilizar el deseo, transformándolo, como sedero hacia la realización.
Bueno, el asunto es que, en estos términos, el placer, parece, erguirse como verdadero motor de la vida y organización de una sociedad. El francés Helvecio refería: “La primer cosa que hay que hacer, antes de esparcir las doctrinas utilitarias, es, pues, producir la armonía entre los intereses, y – entendámoslo bien- una armonía material y objetiva”, claro, donde el interés personal coincida con el general. Stuart Mill refirió, asimismo, que no solamente se hace necesario la construcción de la dicha general organizando la sociedad, aplicando el derecho y la ‘lege ferenda’, sino construyendo a la par modelos educativos y de enseñanza pública. Todo con el ánimo orientado a alcanzar la mayor cantidad de dicha en la mayor cantidad de individuos.

Sin embargo, hay un punto endeble en el sistema moral de este perspicaz inglés que quisiera poner en el tapete, y establezco para ello la siguiente proposición: Si el punto de partida del sistema utilitario es el egoísmo, concepto que en su aspecto cardinal resulta más emparentado con el error y el mal que con la virtud y el bien (tal como el propio Stuart Mill advirtió de manera contradictoria a sus postulados básicos de la búsqueda del bienestar personal) de qué manera podría sentarse sobre sus cimientos principios morales y políticos. Esto en razón que cuando el centro mismo o raíz de la persona individual es puesto en peligro, resulta obvia en el desempeño de ésta la reacción de autoconservación. Pongamos como ejemplo el clásico evento expuesto por el académico romano Karneades, donde una persona junto con otra se encuentran en medio del mar después que zozobrara una nave, y cada una de ellas fija su atención en una boya que representa el único medio para poder salvarse. Pues, gracias al instinto, las dos pelearan por preservar sus vidas, y se quedará con la boya aquella que, parafraseando junto con Charles Darwin, resulta más apta y fuerte. Lo cual es permisible en el ámbito del derecho como una forma de estado de necesidad exculpante de homicidio, toda vez que responde a una circunstancia eximente, que excluye la responsabilidad penal, ante un peligro actual e insuperable que amenaza la vida y la integridad corporal; pero, sin embargo, no es moral. Pues, ésta se concretiza en función de los intereses comunes.

Es un caso extremo que, a ciencia cierta, cierne la duda en el sistema defendido por Stuart Mil, que junto a Bentham encuentra en la persona individual un elemento que traspasa el egoísmo, siendo éste el deseo de estar en armonía con nuestros semejantes; que es ya, como bien dice el filósofo, un principio poderoso en la naturaleza humana. Pero que, como hemos podido comprobar, no se expresa en situaciones extremas, en el acto inmediato de una toma de decisión que podría salvarnos la vida, más bien parece llegar de manera tardía a las mentes de los hombres, y si los conmueve es tan sólo en una ínfima parte de todos ellos; traigamos como exponentes de esa moral del desinterés y el desprendimiento a Sócrates, Diógenes, Confucio, Lao Tse, Mencio, Siddhartha Gautama (Buda) Jesús de Nazaret, Francisco de Asís, la madre Teresa de Calcuta, seres excepcionales que se cuentan con los dedos de la mano.
No obstante, tal elemento, el deseo de estar en armonía con los demás, es un sentimiento (llámese amor o compasión) desde la perspectiva Humeniana, y se emparenta con la fe religiosa desde la óptica Kantiana, que, tal como lo sugirió el sabio de konigsberg, llena el espacio que la experiencia y la razón no pueden, y se convierte en la piedra de toque para poder resolver los problemas sociales, económicos, culturales y políticos de nuestra sociedad.

Entonces, el placer como una expresión de nuestra condición material, necesita de otro sentimiento (cualquiera fuere, con la condición que aporte a la causa común de crear un mundo mejor) o de la fe misma para programar el sano destino que debemos de dar a nuestra civilización. Si bien estamos sujetos al fatalismo de nuestra condición material, egoísta, dado que lo ideal, lo bueno y moral, bajo nuestra premisa, es sólo producto de un acto bastante dilatado de conciencia y volición, de un proceso existencial mediato, no menos cierto es que el hombre común dentro de sus limitaciones para poder entender el bienestar colectivo renunciando así mismo hace un esfuerzo que pareciera suficiente, prueba de ello es el grado de evolución que han alcanzado sistemas de gobierno y de derecho en muchos países del orbe, aunque, coincido con muchos, nos falta revisar esa tarea (de la integración en base al desinterés) dentro del marco de la crisis política en Afganistán, Sudán y el medio oriente, y los efectos desgarradores de la situación de desgobierno y hambruna que viven países centro africanos.
La moral inductiva, entonces, defendida por los utilitaristas modernos, encuentra así un punto de confluencia con otras corrientes de pensamiento que tienen como afán dar una salida a los males de nuestra existencia.
Se hace insustituible, en este extremo, citar el imperativo categórico de Immanuele Kant, expuesto en su crítica a la razón práctica: 1) " Obra sólo según una máxima tal, que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal." 2) " Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio." 3) "Obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de los fines"; códigos que guardan estrecha relación con la razón universal que sólo es una y trascendente a la materia. No olvidemos que ésta es la última autoridad de la moral.


Escribe: Juan Fernando Bravo Reátegui (Promo 1987 Colegio San Agustin - Iquitos - Perú)


Fiscal Provincial Mixto de Mariscal Ramón Castilla. Distrito Judicial de Loreto

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