
A veces, en el ejercicio del deber, conviene cambiar al interior de nuestro ministerio algo que, a pesar de haberse realizado de manera satisfactoria, espera esté mejor arreglado al quehacer jurídico en el cual se gravita, o, en cualquier caso, porque advierte en sí mismo un problema con relación al resto y quiere soluciones inmediatas ante el peligro que se cierne; de cualquier forma es un acto de contrición, ya en representación de la persona que lo gobierna o defendiendo intereses de civiles ante su majestad, la justicia. Se hace, pues, obligatorio subsanar el oprobioso y pedestre acto que dio lugar al error, valiéndose hasta de la más nimia reflexión. Por modelo puedo citar el hecho de haber dejado pensar al resto que uno también es proclive a cometer actos inconscientes, jugando con la mirada puesta en una dama prohibida, llámese una mujer casada o una doncella; o besando, aunque de sesgo, la otra cara de la moneda llamada legalidad al no pagar las deudas a tiempo y empinar el codo una tarde en un bar, despotricando a vista y paciencia de la colectividad. Que ocurre de vez en vez a cualquiera de nosotros, claro que sí, y, también, a algunos de otra estirpe que, peor aún, contrabandean la felicidad ya recibiendo dinero para favorecer a alguien en el juicio, ya dejándose llevar por la pasión, material subjetivo que, particularmente, he conminado perecer dentro de la mente alocada de los estúpidos; aunque de todo ello, bajo la sujeción de esta acción expiatoria, de algún modo, como integrantes de la sociedad, no dejamos de sentirnos responsables.Uno lucha en el fuero personal y profesional al mismo tiempo, en razón que el sujeto encuentra connivencia con la investidura o cargo público que detenta; pues uno refleja (con la ayuda de la refulgente medalla que muestra en los actos públicos) la personificación del debe ser, esa conducta deseada que rige erga homnes y es oikos-demos, es decir, habita en todo el orbe. Como si fuéramos el vestido ostentoso detrás de la vitrina de la tienda llamada probidad, no vendemos nada excepto el punto de partida de un silogismo aceptado por todos: “La verdad de lo que es justo o la justicia de lo que es verdadero”.A juzgar, lo verdadero y lo justo son virtudes ontológicas elevadas; el hombre que se atribuye ambas, de seguro espera haber llegado a su realización plena. Así el actor jurídico como paradigma de lo verdadero y lo justo carga con la mácula de estos principios que lo diferencia del común denominador y, consecuentemente, está obligado a hallar la congruencia de su sentir técnico jurídico (que contiene su expresión moral) y el desarrollo diario de su vida personal. El espíritu aquí es aleatorio. No es una condición creer o no en la idea inmaterial del ser. Por lo que el actor jurídico no necesariamente debe ser teísta, pero sí virtuoso con todo lo que ello implica.En este juego de interconexiones sociales al que nos vemos lanzados por los formalismos de la vida pública, situaciones difíciles que atender habrán. Claro que sí. Asimismo, somos proclives al yerro en la realización de nuestros actos y al asalto de nuestra buena fe, como también nos vemos vulnerables y sugestionables a algunas hipótesis que desvirtúan la verdad objetiva.Lo virtuoso en este extremo está en negar los dramas subjetivos de nuestra cotidianeidad que, por ejemplo, se engarzan de algún elemento material de juicio en el proceso o caso que se ventila; como en negar los lastres de la corruptela y la presión que ejercen las partes intra proceso (el mismo que, atendiendo la naturaleza del operador: juez o fiscal, podría ser judicial o pre jurisdiccional) De manera que podamos, finalmente, saldar cuentas con nuestros vecinos y familiares que a menudo denuestan nuestras acciones, y con la misma razón, respectivamente. Quedemos, entonces, bien con estos dos principales bienes socioculturales del quehacer jurídico antes de hilvanar reflexiones dúctiles a la fuerza académica y abogadil. Qué opinión tendría de mi si no supiera corregir lo errado. En primer lugar no tendría que escribir nada, pues lo malo se respira a cada paso, su gran mérito es la improvisación, el acto inmediato es su mejor aliado. Si escribiese cualquier discurso sobre la maldad además de ocioso, parecería trucado e ilegítimo. Quizá por eso los nazis sólo se regían por códigos y directrices de guerra monosilábicos. A decir, y perdónenme los que disienten de la idea: lo de Nietzsche fue sólo un poema, algo como el discurso apocalíptico de Juan, una suerte de manuscrito onírico, cuyo tema principal nos envuelve bajo el clima de un dios que ejerce la fuerza y la violencia como medios para acometer el bien, arguyendo de esta forma su esencia maniquea (la misma que, como la moneda, presenta dos caras: la del bien y el mal) Pero a diferencia del hebreo este dios, el de los germanos, habría de ser el hombre libre, capaz de dejar el yugo de una moral creada por otros de sus congéneres que buscan sólo sojuzgarlo.A nuestro pesar, la metáfora del poeta y filósofo alemán fue mal llevada por los ilustrados oficiales del Tercer Reich, vale decir éstos no encontraron en ella sino el código oculto del Kaos: principio y final, todo el indescifrable conocimiento del devenir, sólo habitable en el universo inasible de las ideas, inaplicable en una realidad concreta. ¿Cabría tal elemento en un hombre? A este respecto, Agustín, el sabio de Tagaste, ejemplificaba en su sistema teológico, siglos antes, la imposibilidad de abarcar toda la sabiduría, al exponer el suceso del niño que jugaba en una playa y trataba de trasladar toda el agua del mar dentro del hoyo que había hecho en la arena.No obstante, dicha figuración maniquea, la de los nazis, acuñada como con yerro candente en el “nuevo hombre de raza superior”, quedó abierta como esa llaga de hetaira que pudo seducir y doblegar la lógica humana al punto de devastar la integridad moral de una civilización, llevándola a su autodestrucción. De tal poema filosófico lo único que tendríamos que rescatar es el mérito del antagonismo como fuente de la vida social, nada excepto eso. En buena cuenta la idea de lo malo sirve para avanzar hacia lo bueno. Ergo lo bueno se traduce en saber llevar una convivencia multirracial y pluricultural en el mundo, y ello, sin duda, se relaciona con lo justo y con la perfección; lo cual (dado lo experimentado hasta este momento) no es más que una hermosa conjetura con la que soñamos los defensores de esta sociedad capaz de sus más grandes logros y, por lo mismo, de sus más aciagas tragedias. No hace falta recordar las guerras pasadas, pues, ahora, aquí y allá nos damos de cara con actos desesperados de terroristas, de países enfrentados que ante la necesidad de buscar culpables y hacer justicia por mano propia, hipotecan su propia fe a cambio de recibir la recompensa de un libro espirituoso que los hace acreedores de un harén de huríes al final de sus triste existencia. Algo tan vano como esto, que es la exacerbación del ego por promesas de esta índole, no manifiesta otra cosa que la degradación racional del sujeto. Pensemos entonces en dar antes que en recibir, lo cual constituye de por si el mecanismo principal para poder convivir en paz.En ese orden de ideas, el dar, incluso el dar una pena o una sanción implicaría un acto de amor. Es el amor a la perfección de nuestra civilización lo que guía a los operadores de justicia. Como si cayéramos en una suerte de connivencia maniquea, donde lo malo se funde con lo bueno, el acto sancionador de esta forma se convierte en algo ejemplificador. Pero siguiendo la visión persa de Mane, la simpleza que entraña el pensamiento criminal de destrucción y hasta el de la sanción de derecho al culpable, tienen una extraña analogía con la paz creada a través del efecto de devastación que estas mismas desencadenan. He aquí el sofisma. En principio el deceso de alguien abarca el detrimento en el ámbito material y subjetivo de otros sujetos, lo cual importa un claro efecto, que no será, desde luego, auspicioso para construir nuevamente la esperanza de la convivencia entre todos. Por lo tanto la paz creada por la razón de la violencia (que contiene el acto sancionador de derecho) es sólo una apariencia.Lo que habría de preguntarse es si llegará algún momento en este universo fenomenológico (físico) en que la sanción de derecho deje de ser una expresión de violencia y suceda al ius puniendi del Estado, convirtiéndose en una mera amonestación de sentido crítico. Quizás suceda, es una posibilidad, como también podría no suceder. Va a depende del grado de perfeccionamiento y desarrollo conductual al cual hayamos llegado; por lo que atañe a este tiempo todo hace pensar que el hombre tendrá un camino largo que recorrer hacia estas formas civilizadas de reprimenda social. A nuestros escritores, religiosos y filósofos les depara una ardua la labor de sensibilización humana; numerosos son los que han tenido protagonismo en hacer teoría del conocimiento y adentrarse en los pliegues más oscuros de la razón, tratando de encontrar respuesta a lo que es bueno y justo, y como Nietzsche, quien vio en el pesimismo nihilista de Arthur Shopenhauer un síntoma de la enfermedad mental que erosionaba la sociedad de entonces, el tránsito a mejores formas de vida está asegurado, pues este razonamiento reacciona cuestionando el valor mismo de los valores morales reinantes en una época, alimentados por los fundamentos de la doctrina judeocristiana, considerando que las minorías imponían sus directrices de gobierno a las mayorías. Sin embargo su aceptación no deja de ser bastante discutida, gracias a que si no existieran los mandatos religiosos cristianos, acoplados al derecho laico de muchos países, haciendo posible el matrimonio, la patria potestad, los contratos y los deberes y obligaciones tutelares del ciudadano y del mismo estado, en efecto, estuviéramos en el jardín perdido del cual nos refieren las más connotadas cosmogonías, donde el hombre despojado de cualquier prejuicio acciona de acuerdo a sus instintos, colapsando a los débiles en su original búsqueda de sí mismo; pero como hemos visto hasta acá, y esta es mi apreciación particular, es no menos que imposible que con ello el ser humano llegue si quiera a un regular grado de civilización y convivencia entre sus congéneres.La moral siempre se pergeña en grandes deseos por escrito, y ello responde a la necesidad de sensibilizar a la gente con la construcción de ideologías y creencias; ahora, la característica de un magistrado contrito es graficar los cuadros de su imperfección como una condición para poder comenzar a retomar el control de algo que lo está maniatando, que, a juzgar, no viene de la ley o de su sana consciencia. Sin embargo tomar el control, implica paciencia, en razón que nadie realiza un cambio de forma repentina, y se expresa dentro de esta realidad compleja del quehacer jurídico en una secuencia de actos destinados a romper la barrera que separa el interés personal, egoísta, de la conveniencia colectiva.No siempre es fácil volver al justo medio del cual nos hablaba el estagirita, a ese camino en la cuerda cuyo equilibrista pasa medroso por algunos instantes, pues de por medio, entre el recto dominio de la ley y los agentes espirituales o materiales de la criminalidad, está el bien mayor de ser y saberse útil, porque de esa forma se salva algo de sí y a alguien al mismo tiempo, y ello responde sólo a un demiurgo capaz de expresar lo justo y recto.
Por: Juan Fernando Bravo Reategui
Promoción Colegio San Agustin - Iquitos 1987
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