
Marcelo, el hermano menor de Roberto, fue quien me abrió la puerta; se me presentó con su mediana estatura de hace un tiempo, el color trigueño del trópico, la cara angulosa y el pelo ondulado. Apenas vi su enrojecido rostro, supe que estaba ebrio. Aunque sus modales y la forma como manejaba el lenguaje me daban, por el contrario, una buena impresión de sí mismo. Pues, si bien gesticulaba con exageración y alzaba la voz, tenía un aspecto desenfadado y una actitud libre de cualquier torpeza que esperaba de su parte. Pero había algo, un no sé qué en su menudo rostro que, enseguida, confundí en mi conciencia con una expresión femenina. El muchacho se veía feliz y muy dado con lo que ocurría al interior del departamento. Así me invitó a pasar y me dirigí hasta el lugar de donde venía el alboroto. Una voz imponiéndose en ese momento a todas las demás, ocupaba mi atención, sin embargo no logré saber de quién era hasta que, una vez en el pequeño dormitorio, luego de pasar el relente decorativo del estrecho corredor y entornar la vista de izquierda a derecha sobre una curva de cabezas, encontré en el humo del cigarro a esos enormes ojos que Dalí hubiera pintado, gustoso, en uno de sus cuadros surrealistas. Entonces saludé al Judío, quien, además de traer esa barba de hace unos años se encontraba subido de peso.
Al lado derecho, junto al Judío, encontré a Saturnino, un amigo del colegio que no veía hace muchos años y, que, por decirlo de alguna manera, era la camisa de colores, veraniega, respecto del traje de noche de color negro que representaba Lázaro, de severos ojos grises. Lo reconocí al instante, apenas entré en la habitación, pero me contuve decirle algo a propósito porque quería expresarle mi complacencia recién cuando estuviéramos frente a frente, dándonos la mano. Saturnino tenía el rostro enjuto, el pelo rufo y los ojos como dentro de una capa de tierra o polvo que se me hace difícil definir el color del que eran. Además, si bien su cutis no era graso, tenía unos forúnculos de color rosado donde se le hundía la cara que, a su edad, resultaban más signos de una ominosa enfermedad.
En efecto, una vez llegué hasta él alcé más el tono de voz y le apreté fuerte el antebrazo, como quien considera que los años se cultivan en el recuerdo y subir el saludo dos dedos por arriba de la mano es símbolo de un reconocimiento sincero. Sus ojos por un momento emergieron de la fina capa de tierra y destellaron, parecían los ojos cautos de un pájaro que despierta súbitamente y ladea la cabeza hacia un costado para mirarte.
Después saludé a José y Luis, dos cachimbos, amigos de Marcelo, cuyo promedio de edad estaba entre los dieciocho y veinte años, y enseguida a Eliseo Mauro, otro compañero de antaño que me había causado gran sorpresa encontrarlo entre todos ellos. También a él lo saludé dos dedos por arriba de la mano. No era para menos. Aún parecía traer la banda de brigadier en su brazo derecho, destacándose en el corro de amigos como hace quince años, en el colegio.
Elíseo tenía la cara cuadrada, el pelo, lacio, tirado hacia atrás, y una risa de viejo feliz que guardaba relación con un bigotillo ralo que se había dejado.
Todo me resultaba más de lo esperado en el viejo departamento de clase media de Jesús María, cuando, Roberto, apareció sorpresivamente por detrás con una silla de madera.
- Siéntate aquí - me dijo, a modo de broma.
Luego me estrechó la mano y echándome una mirada de pies a cabeza terminó exclamando una sentencia ya celebrada por algunos de nosotros durante mucho tiempo.
- ¡La vida te trata bien! -, dijo. Luego movió la cabeza con signo de aceptación, dejando escapar una leve sonrisa.
Roberto, a decir de muchos de los ahí reunidos, representaba el modelo de los que toman las cosas en serio y ambicionan quedarse con el paquete completo de la felicidad; de manera que, aunque tuviese altibajos en el aspecto académico, todo lo demás respecto a su vida, desde el gol que hizo hace más o menos veinte años en un partido que definía un torneo para el beneplácito de la congregación agustiniana, la fuerza de sus ideas y acusaciones, hasta sus últimas muestras de afinidad y camaradería para con nosotros, lo hacían digno de toda nuestra confianza y crédito. Aunque, en estas circunstancias, su alegría resultaba también inusual, pues, según voladas del mismo círculo que lo ensalzaba de proezas como maniobrar cualquier vehículo, hacer comentarios con pícaras frases a las mujeres hermosas que despiertan temor, escudriñar en el intelecto de uno y, claro, usar esa técnica para hacer goles en el arco contrario que ha dejado en mi collera del colegio una huella indeleble, también detestaba el desorden en su casa y el derramar licor en el piso de su departamento o desordenar sus muebles podía desencadenar una retahíla de improperios suyos, haciéndonos quedar mal delante de todos.
De hecho, a algunos de nosotros nos había llevado a preguntarnos si el estar reunidos en un espacio tan reducido como su dormitorio, hallaba alguna explicación en ello.
-¡Claro que sí, señor! - repuse. Y mostrándole con el dedo índice la silla que sostenía en sus manos, le indiqué que me iba a sentar ahí mismo, dejando de lado mi propia silla.
Él sonrió nuevamente y se sentó detrás de mí en una banca. Después escuché su respiración débil y pausada cerca de mi nuca.
- Estoy cómodo así – sentencié, arrellanándome en su silla hasta golpear ligeramente su mentón. Y, claro, él dejó su lugar y, finalmente, se acomodó en la cama junto a los cachimbos.
Entonces, Marcelo, entró al cuarto con una botella de cerveza helada en sus manos, y una vez en el centro del corro destapó el envase con sus dientes. Finalmente se sirvió en el vaso que estaba circulando por nuestras manos. Ya lleno lo miró con desafío. Dijo: ¡Salud! Y se tomó el contenido de un sorbo. Inmediatamente después pasó el vaso a Elíseo Mauro, quien lo había visto con atención y con un poco de sorna; seguramente no le creyó nada de lo que quería representar: una suerte de endiosado o algo parecido.
Elíseo se sirvió el vaso hasta la mitad mientras negaba con la cabeza, y luego de pasar la botella a Roberto en un extremo, sentado en una esquina de la litera, cerrando el círculo, se volvió hacia mí. Pero cuando estaba a punto de interrogarme, yo lo sorprendí primero:
- Cuéntame, Eliseo ¿Qué haces por la vida?
La cuestión, claro, hubiese pasado como impertinente, más aún viniendo de mi persona, a la sazón ya alejada de la collera del colegio, si el grupo no conociera el lenguaje de mi tierra. Pues, todos, a excepción del Judío, éramos de lquitos y, precisamente, en esta parte de la selva estamos acostumbrados a una gramática corta, sin darle vuelta a las cosas para decir algo. De modo que nos pareció muy natural una pregunta que en cualquier parte de Lima se hace en tono más bajo y después de conversar de tendido, hasta tener cierta confianza con el interlocutor.
- Quizá estoy trabajando demás - expresó, cantando más las dos últimas sílabas, como cuando en Iquitos.
- Trabajo es eso, trabajo – refirió, Saturnino, que ya recibía muy serio el vaso de las manos de Roberto.
- La verdad es que me siento como dentro de una camisa de fuerza – arguyó Eliseo, esta vez.
- ¿Por qué dices eso? - inquirí, todavía incrédulo.
- Pues, ahora, no sólo lidio con informes de contabilidad sino con una denuncia que involucra a funcionarios del consorcio donde trabajo. Pues, revisando los egresos de este año encontré algunos vacíos que, como es ordinario, pensé, debía de poner en conocimiento de la gerencia. ¡Y para qué, cho! Ahora, estoy viviendo un martirio gracias a mis buenos oficios. Las audiencias, las pericias valorativas y toda esa inmundicia judicial se acumulan a lo que hago durante el día.
Pues, bien, así supimos de él mismo que tras su intervención en una operación contable había descubierto un enorme desfalco en la referida empresa y los implicados estaban a punto de ser descubiertos. Nunca, hasta donde sé (pues siempre lo consideramos un pan de Dios) nuestro Eliseo había causado mal a nadie. Sin embargo, gracias a su afán de hacer lo correcto, antes de verse como el agradable testigo del caso de varios millones de soles, parecía como el fustigador de muchos de sus colegas.
- A propósito – continuó, arqueando sus cejas -¿Ya acabaste tu carrera, verdad? ¿Trabajas?
Y sus dientes asomaron entre sus labios, menudos, uniformes, como una hilera de cuadraditos de papel, aparentemente olvidando el problema que nos acababa de contar.
-Claro que sí - contesté. Cuando todos habían volteado a mirarme.
Luis, acomodado en la cama, esperaba con los ojos ávidos. Como si viera en mí, con algunos años más por delante, el ejemplo a seguir. Pero mientras contestaba la pregunta, parece, simultáneamente, fue separándose de su emoción y ese interés por mí hacía unos instantes terminó con una mirada severa. Quizá me calificara de presuntuoso o algo por el estilo.
- Desde hace unos años vengo trabajando de consultor en ciencias sociales — referí, tratando de impresionar a todos, consciente que el empleo, al igual que la comida en el Perú, es escaso y es signo de tener cierta solvencia económica. - Sí, trabajo en el Instituto Nacional del Deporte-, sin embargo, a veces, también hago de dramaturgo. La ciencia de Comte, pues, no me ha desligado de otras cosas como la composición. Algunas obras mías ya fueron montadas como piezas de teatro en el medio artístico. No quisiera ahondar en otras cosas, pero, para tenerlos informados, estoy a punto de firmar contrato con una universidad que me permitirá dictar un curso de deontología.
- ¡Genial! - exclamó Lázaro -. Una carrera académica es con lo que siempre he soñado. Me agrada la idea de enseñar a otros lo que he aprendido de la Ingeniería. Aunque, claro, no se gane mucho con ello... ¡La condición de la docencia es, de veraz, lamentable en esta época!
- Si, lo sé - referí -. Pero no nos llenemos de bilis y dime: ¿ Te va tan bien como me cuentan?.
- Bien, bien, no. Pero tampoco me va mal – dijo el judío -. A este ritmo calculo que a dos años tendré mi propio negocio de venta de cables y, quizá, cierta holgura económica como para comenzar a pensar en la docencia.
- ¿Esperas enseñar con esa pinta? - arguyó Marcelo, en broma. Y, luego, todos empezaron a reír.
- Por supuesto - adicionó Lázaro -. Si no pregúntale a tu hermano que está llevando clases particulares de 'costos' conmigo.
- Roberto se desentendió del tema acercándose al radio para levantarle el volumen.
- ¿Aprendes o no? -, refirió, Lázaro, en voz alta, interpelando a Roberto que nos daba la espalda.
Roberto no contestó de inmediato porque el judío de esta forma lo invitaba a revelar a todos que aún no había terminado el último ciclo de su carrera, y justo por ese bendito curso.
- ¡Toma no más! -, contestó Roberto, ciertamente airado, después de voltearse y mirarlo como si lo amenazara con algo gravísimo.
Nuevamente todos rieron. A propósito de esto, no dije una palabra acerca del trabajo de bailarín que ejercía el judío a medio tiempo en un conjunto de danzas típicas, porque la mayoría de mis amigos ahí reunidos todavía cree que vivir del baile es cosa de mujeres.
- Hace poco estuve en Iquitos, de vacaciones — comentó Saturnino -. Y lo curioso es que apenas di con uno que otro amigo en medio de un mar de gente alegre. Claro, cómo voy a sacarlos a todos ellos de ese cantón de vida, si pululan en una suerte de comida granulada en una olla común, pues eso es Lima, una ciudad despintada, tan propensa a los asaltos y desmadres en las calles como al crimen organizado, el chantaje, la perorata y desvergüenza política...
- Sí, claro — infirió Lázaro -. La mayoría de ustedes anda desde hace algunos años por las calles de San Miguel y Magdalena del Mar, siguiendo una vida por momentos esquiva tras terminar la universidad.
- Pero, seguro, pensando en volver pronto a casa y visitar "La Shapaja", en la carretera hacia el aeropuerto — señaló Luis -. Donde hay, montañas de cerveza, las mejores cumbias y, sobre todo, la compañía de hermosas mujeres, esas de ojos ansiosos, con sus caderas dibujadas.
- Todo esto me recuerda ese clima antojadizo y voluble de los meses de junio y julio en Iquitos. Claro, en junio arremeten los chubascos violentos y aparecen manchas de zancudos en la pared, merman los ríos y dejan al descubierto nidos de culebras, no tan atractivas como célebres por sus mordeduras mortales. - Adicionó Saturnino, adornando la sensación del mancebo, evidentemente jalonado por la nostalgia que ya nos invadía, haciendo, asimismo, gala de su portentosa memoria.
- Preferiría morirme de calor bajo la sombra de un castaño en una calle de Iquitos que tener que lidiar mañana con un examen de trigonometría. Preferiría eso, habiendo, claro, abierto la boca antes, dejando pasar el infiernillo ya chisporroteado del asfalto de la calzada, de las macetas de barro colorado en los balcones de algunas casas, de los colores amarillo y verde de palacetes antiguos, cuyas líneas onduladas y vivos enchapes portugueses en sus paredes todavía nos muestran, como un espejismo, el embeleso del arte morisco de antaño. Sí, y cuanto más cabalga el calor en esta historia, el sonido de la lluvia sobre los techos de zinc de las casas se escucha como un aliciente, y notas otras cosas menudas como el amor por nuestros rincones y nuestras comidas, por no entrara tallar en hechos portentosos, ese mundo de fábulas, otorongos y anacondas, delfines, demonios cojos y sirenas que nos inspiran.- expresó José, un portento de poeta, amigo de Marcelo.
No obstante, ninguno de mis paisanos esa noche podría haber dicho en su sano juicio que Iquitos es sólo un lugar de oteo y deslumbramiento turístico.
Roberto, en un momento de desarraigo, expresó: Iquitos con sus árboles que la circundan como los brazos dispuestos de un enamorado o de un celoso guardián; de calles dibujadas como en una litografía europea, de casas con techos relucientes, aroma de carnes del monte y sancochos de yuca y plátano en sus alrededores, blusas pegadas al torso de la huambra y esos faldones merengues que usa la Míscacha con motivos geométricos inextricables en sus bordes, narices ágiles y andar pausado, loros en bandadas en el crepúsculo, pieles curtidas por el sol, piernas fibrosas y las chinelas de colores en los pies también de colores en el tropel que va hacia el puerto, miradas candorosas desde la embarcación, racimos de plátano en las espaldas estriadas de los chaucheros, amor en las noches calurosas y mosquiteros impolutos bajo la luna que baja como un ojo del cielo para fisgonear, ocre y cruces milenarias en las vasijas, playas fulgurantes a media noche de cuyo seno emergen los preciados huevos de charapa; a juzgar bien, cada rincón de nuestra selva llena de misterios y ritos ancestrales, de bosques cuyos árboles pueden alcanzar las nubes y llenar, así, en trozos, los vagones de un interminable tren imaginario; de seres y monstruos acuíferos, por decir lo menos, también son emblemas de una cultura que en su momento luchó contra el colonialismo y el centralismo limeño, lo cual muestra un paralelismo interesante y aporta una cuota a nuestra matizada identidad.
-¡Corajudos,, sí que lo somos!- refirió esta vez Saturnino. - No en vano heredamos la pasión del indio asháninca, develada en la furia de Juan Santos Atalutalpa, que bajo la consigna: "construyamos nuevamente el imperio de los incas" fue capaz de juntar los pueblos indígenas de la selva y la sierra para hacer frente el yugo español cuarenta años antes que el cacique Túpac Amaru inicie su revuelta continental en América; o develada en la mismísima María Yumbato, que mató decenas de años más tarde y a miles de kilómetros al norte, siguiendo el reguero de los lineamientos anticolonialistas justificados por Juan Santos, a varios correligionarios del gobierno con el golpe furibundo de su cucharón.
Por un momento veo a todos angustiados y empiezan a inquietarse, como polizontes en alta mar a bordo de una precaria embarcación que está a punto de zozobrar.
Aún presa de la nostalgia veo que la política, el deporte y los últimos actos que causan revuelo en el país tienen un epicentro: Iquitos. Uno, a la sazón, se encuentra con historias divertidas. Recuerdo haber escuchado esa noche a Roberto contar la triste y célebre historia de un amigo también de promoción, prófugo de la justicia. Pero, que, sin embargo, cuando viajé a mi tierra lo vi andando en moto con una preciosura. Ella lo abrazaba y besuqueaba mientras él manejaba su moto, feliz, y sin el menor indicio de tener problemas.
- La jugada del "Capitán", la sé yo -, refirió Roberto, luego de escuchar a muchos de nosotros escamotear en el tema -. Ustedes saben que nuestro amigo se encargaba del transporte y supervisión del alimento balanceado en la empresa "Millones" ¿Verdad? Pues, bien, cada vez que él recibía el embarque en el puerto, valiéndose de argucias en los papeleos previos hacía desaparecer para beneficio suyo veinte o veinticinco de las mil quinientas sacas que le llegaban, ya era parte de su rutina. Cada tres días recibía carga nueva ¡Imagínense cuanto almacenaría para sí en el lapso de cinco años!.
- ¡Yo siempre supe que el capitán no era tan estúpido! - expuso Saturnino, con esos ojos oscuros como su misma idea.
- Es obvio que el capitán no esperaba atiborrar su almacén particular con toda la harina de maíz, aunque fuera el mejor momento para hacerlo - continuó Roberto .- pues tal era la cantidad de mercadería que adquiría en cada operación como para caer tentado con la idea del acaparamiento y venderlo todo cuando más demanda presentase el mercado; pero no. Más arraigo que el dinero tenía en él contar con el efectivo contante y sonante para divertirse y pagar las mujeres y cervezas que, como ustedes saben, son su debilidad. Así, una vez sobrepasado las doscientas sacas, las vendía a las pequeñas y medianas granjas de aves de corral que hay en la carretera hacia Quistococha. Él siempre se cuidaba de sacar la mercadería de noche. Así estuvo hasta hace más o menos dos meses atrás, cuando por descuido sacó del corralón en la calle More algunos bultos a plena luz del día, y un soplón de su vecindario lo denunció ante sus jefes. Al día siguiente, no obstante ser un día feriado, los agraviados fueron hasta el pequeño almacén donde el "Capitán" escondía su carga, tiraron la puerta y, sin que medie orden de juez o fiscal alguno, le incautaron todo lo que tenía adentro, desde las cincuenta sacas de harina y las gallinas de corral que el mismo mataba para hacer sus caldos 'Ievantamuertos' hasta algunas llantas partidas por la mitad que le servían de comederos. Entonces sólo esperaron dar el golpe final yendo a su casa con medio batallón de la policía a cuestas. Pero no sé cómo el "Capitán" dio con la celada, y antes de que el gallo cante desapareció río abajo. Lo último que he escuchado de él es que está escondido en la frontera con Brasil.
Por supuesto, no dije nada respecto de haberlo visto muy bien hace menos de una semana y sin el menor indicio de tener problemas, y mucho menos con la justicia. A juzgar, no quería sonar como el aguafiestas de la velada. De tal suerte que tampoco hice apreciaciones generales respecto al tema; simplemente, guardé silencio.
De pronto, José y Luis llamaron mi atención con ciertas actitudes en la cama. Hacían de hombres y mujeres, indistintamente. Estas representaciones fueron poco a poco importando a nuestra mente una verdadera mujer que no tardó en ocupar más tarde el centro de nuestra conversación; pero de la misma forma como apareció fue desvaneciéndose al punto que, cuando menos lo esperamos, yacía totalmente en el olvido en un punto muerto en el dormitorio. Roberto, sin embargo, advirtió el daño y levantó la voz en algún lugar invitándonos a pasar a la sala. Sí, en un instante de delirio nos invitó a la sala (o, quizá, pensó así descongestionar su dormitorio impregnado del humor de todos los ahí presentes). Sin embargo esta inesperada reacción suya que se podía traducir en consideración para con sus amigos y, especialmente, para conmigo, estaba, como veremos más adelante, a punto de dar un nuevo giro.
Roberto abrió la ventana de fierro de la sala al tiempo que nos tirábamos en los sillones. Hicimos tanto ruido con el cambio que los vecinos del edificio tocaron a la puerta y nos vinieron a reprender muy serios. Cuando Marcelo les abrió la puerta quiso reírse, Dijo: ¡Hombres, me callo! Y con las mismas dio un portazo.
- ¡No hagamos mucho ruido! ¡Los vecinos van a lincharnos! - exclamó Roberto, sin duda algo contrariado.
Y nosotros nos echamos a reír y a gritar aún más fuerte, sin prestarle atención. Saturnino desde el otro extremo de la sala, tumbado en un sofá, mascando el chicle que le había ocupado toda la noche, me hizo una venia a la que yo respondí con otra y, perdón, un resplandor siguió a esa risa en su rostro cuando nos alcanzaron una enorme garrafa de licor anaranjado. Después supe que tomábamos cidra y, más tarde, ron con coca cola. Para entonces ya todos hacían lo que les venía en gana. Uno de los adolescentes se echó a gemir como un gato, el otro a bajarse el pantalón y a hablar como mujer, y el hermano de Roberto a sonreír como cuando me abrió la puerta, eso por un lado. Por otro, Saturnino, no sé de donde salió con que yo estaba en contra de la música criolla. Pero bastó esa chispa para tratar de ordenar mis ideas y encontrar una respuesta para lo que se me atribuía.
En ese estado fue que se me apareció, como el genio de una lámpara, el libro de bolsillo, de cubierta azul, de Sebastián Salazar Bondy, que hay en mi biblioteca, cuyo discurso no había podido olvidar en su esencia. A decir, cuando contesté la cuestión con voz de protesta ya enturbiaba un fervoroso y conocido canto criollo de parte del dúo hecho por Lázaro y Luis.
- ¡Con la música criolla se vende mal nuestro nacionalismo! – exclamé, interrumpiendo el canto -. ¿Acaso no es cierto que el Perú para un Limeño es Lima, y Lima distritos como San Isidro o Miraflores? Abraham Valdelomar ya lo dijo en otra época, haciendo referencia a este tema. ¡Con el criollismo, amigos, se fantasea con esa suerte de deidad hacia lo superfluo, madre de todos nuestros defectos: la vida cortesana y ociosa, la bohemia y la jarana! ¡Lima ha irradiado como un verdadero foco a los pueblos del interior lo vano y lo fácil como si la patria se construyera con estos conceptos! ¡Todos ansiamos acceder a una vida donde es preciso parecerse al mozo elegante de cuello apretado, sin importarnos cuán poco tengamos en el bolsillo! ¡De lo contrario no eres sino el 'cholito'! Y eso no te gusta. Como si lo cholo fuera un apelativo que no te cayera. ¡El criollismo sugiere con su letra inofensiva y melancólica, con su ritmo acompasado y secular, abolir nuestra cultura autóctona! Al fin de cuentas no definida hasta ahora. Vaya. Y eso es precisamente lo que nos falta, una cultura que nazca más del color de nuestra piel que de la memoria y fastuosidad de una época vergonzosa.
Saturnino trató de disimular su risa y, luego, ya no pudo más, se jaló los pelos y se echó a reír al piso, como si hubiera recibido en casa un burro en vez del pollo a la brasa que solicitamos por teléfono. Todos, en medio del barullo, no dijeron nada, excepto Roberto que, acercándoseme al oído, me reclamó: “¡Cómo pudiste!”. Volteé para ver al Judío y, sí, lo había golpeado en esa zona invisible y vulnerable que es el orgullo. Pues, a decir, había nacido y vivido junto a esta música desde que era niño, le habían salido pelos en las axilas y, desde luego, en el pecho, y siempre había gustado de esos cadenciosos compases al punto de considerarlos un emblema de su identidad.
Con sus ojos totalmente desorbitados se acercó muy rápidamente hasta donde me encontraba. De modo que no tuve tiempo de apaciguarlo. Cuando ya no vi nada más. Me propinó un fuerte golpe en la nariz que me botó con silla de metal y todo al suelo. No me sacó sangre, pero, sí, un instante después, una risa que no pude contener.
- Para que veas cuñadito que estás equivocado - me dijo, renqueando.
Lázaro, parado en la mitad de la sala, esperaba que me levante, o, en todo caso, me sobreponga después del golpe. Los puños todavía los tenía arriba cuando me buscó los ojos y me tendió la mano. Al levantarme él también se cayó al piso. Reímos. Desde abajo la sala se veía a cuadritos. Pero noté a un cachimbo sacarse nuevamente el pantalón y enseñar el culo velludo, y al hermano de Roberto hacer lo mismo. Parecían dos carneros, amarrados, listos para el holocausto. Sólo entonces comprendí que la risa de Marcelo al principio junto a su comportamiento sibarita que había contagiado a sus amigos, iba más allá de una simple palomillada. Más que burdos remedos de mujer parecían ser actos deliberados de desprendimiento y, sin duda, una manera de expresar lo que considerábamos inexpresable.
Roberto trató de apaciguar los ánimos. Iba de un lado a otro tratando que el desorden no se extienda a la cocina, donde buscábamos qué comer después de haber volatilizado el pollo y las papas de hacía solo unos minutos. No obstante movía la cabeza con signo de negación, quejándose del desastre causado hasta ese momento. Pero hubo de acabársele la paciencia y, con ello, toda consideración para con nosotros, sus más caros amigos. Cuando me sobrepuse vi que Mauro y Saturnino, asustados, se despedían de Roberto; quien casi los conducía a empellones hacia el vano del departamento. En cuanto a José y Luis, habían desaparecido como por arte de magia en el hueco de la escalera. Sólo Marcelo se quedó balbuceando cosas que no comprendía, encaramado al alféizar de la ventana de fierro, en la sala, como un orate.
El Judío se había apresurado en bajar a vomitar al jardín, en el primer piso, cuando la enamorada de Roberto que no sé de dónde salió, me pescó diciendo una lisura (en realidad deseaba morder un pedazo del burro ese que nos habían traído en vez de piza) Roberto la tenía del brazo y parecía que se iban. En efecto nos íbamos.
- Te pasaste de la raya – me dijo Roberto, una vez en las escaleras, tomándome del torso y colocando mi brazo derecho en su nuca, para poder bajar juntos.
- ¿Cómo?... – inferí, todavía sin comprender nada.
Así, bajamos, sin más explicación. Sentado nuevamente en mi silla que vi en manos de su enamorada, una vez en el primer piso, recogimos al judío que estaba botado en la primera grada de la escalera, en el vestíbulo del edificio, y, finalmente, nos subimos a su carro.
La enamorada de Roberto durante el camino decía: "Qué barbaridad". Siempre que despertaba para ver donde estábamos la oía decir lo mismo.
El judío de esta forma se quedaba en su casa, o, mejor dicho, en la vereda de su casa, toda vez que Roberto había con seguridad considerado que mejor era dejarlo con la asistencia de su familia que arriesgarse a verlo nuevamente gritar como energúmeno en la calle frente a su departamento. Pero yo corrí peor suerte. Roberto Cuadra Del Águila, olvidándose de toda consideración para conmigo, mientras cruzaba el puente de la avenida camino de mi casa, en dirección contraria, se infló de ira y me murmuró con desazón:
- ¡No tenías por qué provocar al judío y causar tremendo desorden! Lo que quiero es que pagues de alguna forma por lo que hiciste. ¿No crees que el departamento necesita limpieza?
Y apretó más la palanca del acelerador.
Yo moví la cabeza, asintiendo. Él me vio por el retrovisor y, esta vez, no dijo nada.
Con los ojos cerrados imaginé como el puente camino de mi casa se alejaba cada vez más, e incrédulo alcancé a preguntarme si en mi silla de ruedas, en la que me habían conminado los médicos aún antes de pasar la adolescencia, llegaría a casa antes del amanecer. Pues en ese momento no tenía ni un céntimo en el bolsillo y, claro, Roberto no había hecho nada como para darme la familiaridad que esperaba y pedirle prestado unos soles, no obstante tener conocimiento de haberme quedado sin esos argumentos en el bolsillo gracias a mi espíritu generoso de esa noche. Finalmente pensé que no había cambiado nada durante todos estos años y, en el colmo de todo, seguía siendo el mismo niño que conocí en el colegio, sumamente receloso con sus lápices y cosas, pero al extremo de anteponer la venganza con tal de saldar una afrenta casi inconsciente de su más ferviente admirador y amigo, sumiéndome en un dolor visceral, pues todo el romanticismo de mi querendorosa gente por su actitud pendía de un hilo; los avistamientos de nuestra identidad y de nuestra cultura, pensados con tanta ingenuidad, quedaban en el vacío mismo. ¡Era como para no creerlo!
Con ese gesto en el retrovisor yo ya lo había sentenciado así: no iba a soltarme hasta lidiar con el desorden en su casa, y peor aún prestarme un solo cobre para poder tomarme el viaje de regreso en la cuarenta y ocho, ese autobús de tropa roja que, por varios meses después, iba a irrumpir abruptamente en mis sueños, asustándome, interponiéndose entre Roberto y sus mejores goles que tanto asombro me causaron de niño.
Mientras mi amigo se aprestaba a cerrar con seguro la puerta de fierro de entrada a su departamento, en medio de la bastedad de su sala me asaltó la idea de quedarme encerrado como en una jaula; inmediatamente corrí con mi carro de ruedas hacia él, le dije suéltame, con los ojos como desesperado frente a las rejas de fierro. Roberto quiso retenerme y nuevamente me reprendió, enseñándome su sala.
- ¡Quédate! – me refirió, con imperio.
- ¡No! - rehusé, decidido. Sin dejar de mirar la puerta de fierro.
- Bueno, lavas y te vas - adicionó
- Suéltame – le dije, y ya quería matarlo.
- Si te pasa algo después no me eches la culpa – sentenció.
- ¡Por favor! – repuse esta vez, ronco. Y me expresé, supongo, con tanta fiereza que quedó mirándome, desconcertado.
Así me abrió la puerta. Crucé el umbral y di con las baldosas triangulares y la pintura verde del edificio. No me importó en absoluto si había que arrastrarme hasta el final de la escalera. Ya estaba fuera de la jaula y se me hacía agua la boca.
POR : Juan Fernando Bravo Reátegui
Promoción 1987 - Colegio San Agustín - Iquitos - Perú.
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